El lenguaje es una piel. Yo froto mi
lenguaje contra el otro. Mi lenguaje tiembla de deseo. La emoción
proviene de un doble contacto: por una parte, toda una actividad
discursiva viene a realzar discretamente, indirectamente, un significado
único, que es «yo te deseo», y lo libera, lo alimenta, lo ramifica, lo
hace estallar (el lenguaje goza tocándose a sí mismo); por otra parte,
envuelvo al otro en mis palabras, lo acaricio, lo mimo, converso acerca
de estos mimos, me desvivo por hacer durar el comentario al que someto
la relación. (Hablar amorosametne es desvivirse sin término,
sin crisis; es practicar una relación sin orgasmo. Existe tal vez una
forma literaria de este coitus reservatus: el galanteo).
La pulsión del comentario se desplaza, sigue la vía de las
sustituciones. En principio, discurro sobre la relación para el otro;
pero también puede ser ante el confidente: de tú paso a él. Y después,
de él paso a uno: elaboro un discurso abstracto sobre al amor, una
filosofía de la cosa, que no sería pues, en suma, más que una palabrería
generalizada. Retomando desde allí el camino inverso, se podrá decir
que todo propósito que tiene por objeto al amor implica fatalmente una
alocución secreta.
Roland Barthes – Fragmentos de un discurso amoroso
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